Como olas de mar tempestuoso, que iracundas acometen
contra el acantilado, erosionando, debilitando su pétreo relieve,
así marcan los signos de la edad a través del tiempo, dejando
sobre el hombre inequívocas secuelas fisiológicas, que por
naturaleza cronológica y cíclica, son el indicio de que la
invulnerable y vigorosa juventud le irá cediendo paso a la
inevitable madurez, tratando de afrontarla con dignidad y alegría.
Olas implacables acometiendo sobre las rocas,
erosionándolas como a nuestras jóvenes y lozanas anatomías,
combatiendo contra el imperturbable avance de las décadas
impidiendole una decadente facultad de nuestros deseos,
apagar el fulgor de nuestra existencia o borrar nuestros
mejores recuerdos y fantasías.
Cuánta soledad, cuantos anhelos, cuantos bellos
recuerdos que la nostalgia ha ido marchitando. Destellos
de felicidad que mi alma los interpreta y visualiza en blanco
y negro. Intentando de asumir el infinito vacío que me dejó
tu gélida y devastadora ausencia, tratando de llenarlo
con retazos del ayer, de aquel lejano verano en que tú y yo
nos conocimos y que nos bebimos sorbo a sorbo, libando
de él la esencia de sus amaneceres, crepúsculos, noches
de amor y desenfreno.
Jugando a seducirnos, empujados por un torbellino
de carnales deseos, comenzando una insólita y mágica
aventura amorosa, una turbadora historia de amor y
pasión, apropiandonos mutuamente de corazón, voluntad
y alma, a través de un ritual de lujuria y libidinosa entrega
de nuestros encendidos cuerpos.
Embriagados, hechizados y extasiados por el roce de
nuestras pieles bronceadas, impregnadas en sal y fragancia
marina, que por cada poro eran absorbidas y nutridas.
Sumergidos en un cálido mar de aguas turquesas, dejándonos
llevar por el constante traqueteo de sus olas, incitándonos a hacer
el amor y retozar acariciados y mecidos por ellas. Empujándonos
suavemente hacia la orilla envueltos en mil caricias y salados besos,
arena fina y blanca espuma formaban nuestro idílico lecho.
El destino nos separó sin esperarlo ni desearlo, el mismo que nos ha
unido transcurridos muchos años. Coincidiendo en un tranquilo y discreto
hotel de una elegante y paradisíaca costa del mediterráneo.
Un reencuentro inesperado, sorprendente y grato, que el destino, el azar o,
quizás ambas cosas provocaron, y que, una nueva oportunidad como ésta, pintando
canas y algunas arrugas, otra más no tengamos. Para que mutuamente nos entreguemos
a una placentera, sugestiva y dulce cópula, dejándonos llevar por nuestros deseos
otoñales, de nuestras experiencias en el amor y de todos sus encantos. Convirtiendo
la gris decadencia en virtud, y hasta que nuestros cuerpos resistan, disfrutar del
momento y hasta la extenuación... amarnos, amarnos y amarnos...
Como si de una primera luna de miel se tratara, impacientes y ebrios de lujuria
nos dirigimos hacia la suite previamente reservada, y una vez solos ella y yo, sin
dejar de mirarnos a los ojos, nos acometimos sin más preámbulos ni contemplaciones.
con inusitada violencia, con furia, despojándonos presurosos de todo cuanto cubría
nuestras febriles carnes, desprendiendo los olores y efluvios de animales en celo,
impregnando las arrugadas y tibias sábanas que envolvían nuestros inquietos cuerpos.
Comenzando una frenética lucha sin cuartel, cuerpo a cuerpo, en la cual
los espasmos y gemidos se volvían irremisiblemente desesperados, agónicos, como
también lo era la reacción desenfrenada que mostraban nuestros gestos extasiados.
Y los rugidos que impúdicamente proferían nuestras gargantas al unísono, manifestando
el inmenso placer que ambos estábamos experimentando. Nuestras bocas ansiosas
exhaustas de recorrernos y lamernos con gula devastadora. La respiración entrecortada
agitada, convulsa precede a un intenso y maravilloso orgasmo obtenido simultaneamente,
induciéndonos a una tregua, el tiempo preciso para recobrar el aliento y un mínimo de energías.
Retomando de nuevo la grata batalla carnal, estimulándonos la libido, intercambiando
susurros procaces al oído.
Enlazando, presionando nuestras piernas y brazos rodeándonos cintura y cuello,
frenético choque de vientres comenzando una danza de movimientos rítmicos y acompasados.
El impacto de nuestras sudadas y sometidas carnes chocando entre sí de una
forma violenta, constante, provocando sonidos secos, descompasados a los que se le
iban sumando los inevitables gritos y jadeos de ambos, formando una sonora y obscena
sintonía con partituras lascivas y melodía concuspiscente. Sometiendonos el uno al otro
a una insólita pero deseada prueba de resistencia, echando el resto sin escatimar esfuerzos,
sólo se vive una vez y la felicidad completa no dura eternamente....